Hace ya mucho tiempo que parece que el arte ha perdido la belleza, la elegancia, el buen hacer, la calidad, la poesía. Las nuevas obras, con escasas excepciones, van dirigidas a un público en aumento de exigencias como las de “remuéveme las tripas”, “haz que me sienta asqueado por ser quien soy”, “no me hagas reflexionar”, etc.
Hay artistas que consideran una obra de arte a un perro disecado que murió atropellado, su propia defecación enlatada, muñecos con el rostro medio destrozado y con los ojos fuera de órbita y algunos otros prescindiendo de cualquier representación, motivo y orden, enseñan trabajos realizados con nuevos materiales que son causa de curiosidad en cuanto a la novedad del propio material y como mucho tienen cabida en el mundo del diseño técnico.
“Obras de arte” y “artistas” que algunos se atreven a llamar equivocadamente como “emergentes”. Yo afirmo que son “trogloditas del siglo veintiuno” cuyas obras no van dirigidas precisamente a una sociedad inteligente, más bien parecen ir dirigidas a una sociedad depravada acostumbrada a convivir con la miseria, guerra, terror y asesinato que tan bien le muestra y relata su televisor mientras desayuna, come y cena.
Es muy posible que intuitivamente, los nuevos y jóvenes artistas quieran comprobar si su sociedad dispone de entrañas aunque más bien parece que recibieron de herencia la inmunidad hacia el asqueo. Con todo ello intuyo, deduzco, que la sociedad del futuro denominará a nuestro tiempo “La época negra”, “El siglo oscuro” o de parecida forma. A menos que el arte, como tal, deje ya de tener un interés social, lo cual me extraña, pero como artista debo admitir tal posibilidad.
Un buen amigo me dijo hace unos días: “Cada vez más tengo la rara sensación, la extraña convicción, de que los basureros abocan nuestras basuras en las salas y salones de arte en vez de hacerlo en los vertederos”. En el fondo tiene razón.
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